domingo, 15 de agosto de 2010

¿SABÍA USTED PORQUÉ ADOLFO HITLER ADEMÁS ERA SENO-FOBO?

Entre los expertos en la materia no cabe la menor duda, que Adolfo Hitler, austríaco de nacimiento y prusiano por elección, padecía de una profunda e incurable patología síquica: ¡complejo de inferioridad, crónico y agudo!

Su infancia estuvo plagada de infelices entuertos, que cercenaron paulatinamente su débil ego. No tuvo amigos, ni tampoco jugó a las escondidas ni nadie lo invitó a almorzar en casa. La única amistad, que a decir de sus biógrafos fue duradera y lo acompañó hasta en sus últimos aciagos días en el Bunker fue su perra pastor alemán. El canino se llamaba “Rubiecita” y su mujer Braun (Café).

Tampoco se destacó en la escuela y en su libreta de notas jamás quedó estampado un: “excelente” o “vamos bien Adolfito” o “te felicito Fito por tu composición”. Adolfo Hitler era tan mal alumno que sus compañeros de curso lo apodaron: “Atila, el rey de los Unos”

Su madre, una pobre mujer que enviudó cuando su vástago estaba entrando en la pubertad, había sido durante muchos años la “sirvienta de afuera” en una familia de acomodados judíos. Obligada por la falta de recursos económicos, su madre aceptaba agradecida la ayuda de la familia rica, que se materializaba en los pantaloncitos cortos y camisitas a cuadros que Jacobito, el hijo menor de la familia, ya no utilizaba o en los soldaditos de plomo y ositos de peluche que ya no le gustaban.

¿Qué duro habrá sido para Adolfito escuchar los constantes elogios de su madre? ¡Que Jacobito aquí, que Jacobito allá! ¡Que buen alumno es ¡ ¡Mira, aprende de él!
Adolfito no comprendía lo que sucedía en su interior, pero cada vez que escuchaba el nombre de su contrincante emocional, se le revolvían las tripas y un odio visceral hacia aquel chiquillo de tez más oscura que la suya, nariz aguileña y rizos negros le obnubilaba la mente. Su infancia pasó, pero las heridas emocionales habían dejado cicatrices abiertas y profundas.

Su juventud tampoco fue nada especial. No se le conoció chica alguna ni ninguna muchacha se interesó por él. En sus noches de hastío y soledad soñaba despierto con mujeres rubias, altas, y de ojos azules. Eran las valquirias de los Nibelungos las que despertaban en él un deseo carnal que no podía satisfacer por razones morales. En el fondo, Adolfo tenía miedo a las mujeres opulentas y sensuales, por eso era casto y jamás se masturbó. El estudio no era su fuerte y el colegio lo tenía tan cabreado, que un día de tantos decidió abandonar la escuela, a pesar de los ruegos y suplicas de su madre. Ella lo único que deseaba era el bien para su muchacho y en sus imploraciones no perdía la ocasión de mencionar al mentado Jacobo, a guisa de ejemplo de como se construye el futuro. Su madre sin saberlo y sin pretenderlo había contribuido a acelerar la decisión de Adolfo de abandonar el colegio. Vagabundeó a su regalado gusto y no aprendió oficio alguno. El servicio militar lo asediaba y lo menos que quería era ingresar a las filas del ejército austriaco, así que izó anclas y se dirigió, ni corto ni perezoso, rumbo a Bavaria.

Tiempos de guerra se respiraban y el emperador Guillermo II necesitaba súbditos fieles y soldados para las futuras batallas que se avecinaban. Su permiso de residencia estaba por caducar y regresar deportado a Austria significaba prisión por deserción. Así que Adolfo se presentó como voluntario al Regimiento de Infantería de la Reserva, el 16 de agosto de 1914, pensando que la Reserva, como su nombre lo dice, se incorporaría a la guerra después del ejército regular. Cuál sería su sorpresa que de inmediato fue trasladado al frente de guerra. Ahora tenía la oportunidad de jugar a la guerra de verdad, no con los soldaditos de plomo de Jacobito de antaño. Le tomó el gusto al jueguito de la guerra. La pólvora y los cañones marcaron desde entonces el destino de Adolfo. Terminó la guerra con el rango de Cabo Primero y con varias condecoraciones.

Era la primera vez que Adolfo acariciaba en silencio su tan maltratado ego. La autoestima creció exponencialmente, al menos externamente, y se dedicó hacer carrera política.

Por dubios motivos Hitler perdió la nacionalidad austriaca, y deambuló entonces, en calidad de apátrida, por la gran Germania, agitando y gritando consignas nacionalistas y antijudías. Albert Grzesinski, político prusiano, a la sazón Ministro del Interior en 1932 del Estado Prusiano, en un discurso público acusa a Hitler de ser un “extranjero” que se inmiscuye en los asuntos internos del Estado y solicita su extradición. Pero Adolfo ya era para entonces un político consumado, astuto y peligroso. Semanas más tarde recibe la documentación que lo acredita como nacionalizado alemán. Grzesinski, que no era tonto ni leso, temiendo represalias abandonó meses más tarde las tenebrosas aguas de la nueva Alemania en ciernes.

El resto es historia conocida.

¿Superó entonces Adolfo Hitler su complejo de inferioridad y sus miedos una vez llegado al poder?

Pues no, nunca los superó, como tampoco olvidó a Jacobito.

No se sabe a ciencia cierta en que momento de su vida Adolfo Hitler se enteró que su padre Alois Hitler era el tío de Klara, su madre. Los lazos de consanguinidad existentes convertían a su padre, en su tío-abuelo y su madre, en su tía. Pero hay razones para suponer que fue muy pronto, ya que él procuró siempre mantener su origen tras un halo misterioso. ¿Qué habrán pensado Adolfo Hitler y José Goebbels, el uno del otro, en los momentos aquellos de glorificación de la raza aria? ¿A lo mejor en sus éxtasis racistas, ambos estilaban sendas prendas de vestir de origen indo-germánico conocidas como Burkas?

La relación estrecha con su madre, contradictoria y complicada, la sublimación de la mujer deseada y un incestuoso impulso reprimido, que tuvieron su expresión artística en los cuadros desnudos que Adolfo Hitler pintara de su sobrina Angélica, apodada Geli, de quien estuviera perdidamente enamorado y quien a la postre se suicidara disparándose un tiro en el pecho, pudieron haber sido la fuente etiológica síquico-emocional de su desorden mental.
Adolfo Hitler fue destetado prematuramente. Su deseo lactante no saciado se transformó en rechazo, en el miedo irracional a lo extraño, en este caso el seno de mujer.

Hitler además de ser xenófobo, padecía de seno-fobia!


Roberto Herrera 15.08.2010

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