domingo, 28 de noviembre de 2010

DE GANDULES Y VIVIDORES

Si Eva no hubiese mordido la fruta del árbol prohibido aquella tarde ociosa, hoy andaríamos todos los hombres y mujeres paseando tranquilos tomados de la mano por los coloridos y fructíferos campos del Edén en pelotas, despreocupados, jugando con los leones, tigres y panteras, hinchados de comer mangos, mameyes, papayas (fruta bomba, lechosa), plátanos, frutillas, aguacates, mamones, peras, naranjas y detrás nuestro, la parvada de chiquillos, también en cueros, atiborrándose las barriguitas con dulces damascos. Todo al alcance de la mano. Así de fácil y sencilla era la vida en el Paraíso terrenal, según el Génesis. Pero a Eva, por suerte, le gustaban las manzanas y por ese famoso mordisquillo, Dios inventó el trabajo físico como castigo. ¿O el mordisco era parte del plan maestro?

El cambio radical de las condiciones de vida obligó al Hombre a trabajar y por ende a utilizar su cerebro y sacar mejor provecho de su trabajo intelectual para poder sobrevivir y explicarse el mundo en que vivía y que sentido tenía su razón de ser, ya que de repente los mansos animales se transformaron en bestias, la tierra se volvió árida como un desierto y la temperatura ambiental exigió el uso de prendas de vestir más apropiadas. Había que reflexionar sobre tanta cosa.

Natura nihil facit frustra, la naturaleza no hace nada inútilmente decía Aristóteles y añadía que ésta sigue el camino más corto y económico. El principio de la mínima acción tiene igualmente aplicación en otras esferas de la actividad humana como la psicología, moral y ética.

Habida cuenta que la actividad neuronal del cerebro se rige de acuerdo a la “ley de economía de la naturaleza”, el Hombre ni corto ni perezoso, llegó a la siguiente conclusión: entre menos sacrificio, mejor. La tendencia a actuar con el mínimo esfuerzo está latente en el genoma humano. Es como una especie de reminiscencia, a lo mejor, de los días en que el ser humano vivía en un escenario subvencionado por el creador. Y así fuimos evolucionando lentamente según Charles Darwin, hasta alcanzar el estado biológico actual en que nos encontramos. Pese a la disposición natural de evitar mayores esfuerzos, los homínidos han logrado, debido a la tendencia congénita a la socialización, vencer la pereza y resistencia al trabajo.

No obstante, en la sociedad capitalista es muy común encontrarse con personas sanas (sin vínculos con los carteles de drogas) y aptas para trabajar, que prefieren vivir a costillas del estado y hacen hasta lo imposible para recibir la ayuda social. Muchos de estos holgazanes, creyentes o ateos, nacionales o extranjeros, ignoran que no es el “estado” como superestructura quien los alimenta, sino el conjunto de la sociedad. Es el vecino, el amigo, el familiar, el ciudadano anónimo quienes con su trabajo diario contribuyen al fondo económico de la ayuda social. Estos parroquianos, además de ser flojos y sinvergüenzas, son unos verdaderos parásitos sociales.

El parasitismo civil es un fenómeno social muy común, cuyo origen filogenético lo encontramos en el instinto de supervivencia y reflejos condicionados del ser humano heredados de nuestro pasado animal. La erradicación de esta enfermedad social es muy difícil en aquellas sociedades donde impera la ley de la selva, en las que el más fuerte conduce a la manada, donde el egoísta, cobarde, mentiroso y birlador de recursos es considerado un héroe, donde la trampa y la felonía son el método para triunfar, donde la envidia y el individualismo se anteponen al altruismo y solidaridad, donde la vida fácil y sin sacrificios es una aspiración.

En la medida que entendamos la naturaleza del ser humano, comprenderemos que el problema no radica sólo en la construcción de una superestructura más justa y equitativa, sino en la educación de nuevos valores ético-morales y el desarrollo dialéctico de una cultura nueva, basada en la solidaridad y el trabajo consciente y creativo.

¿De qué se trata entonces en la sociedad socialista?
De crear y construir las bases materiales y subjetivas, para que el ser humano, con la individualidad que le otorga el maravilloso mundo neuronal del cerebro, pueda decidir y elegir libremente la construcción de una sociedad mejor y más justa, en la que el trabajo creador, individual y colectivo, esté en función de todos. Una sociedad libre de gandules y vividores.


Roberto Herrera 28.11.2010

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