miércoles, 17 de agosto de 2011

Un chapuzón en El Ebro para refrescar el cerebro

Partimos con la misma ilusión y alegría de antaño, con la única salvedad, que los preparativos del viaje habían sido esta vez más específicos, planificados y coordinados de antemano con los amigos. España, a pesar de tenerla a la vuelta de la esquina, con el devenir de los años, pasó a formar parte de la gran Europa globalizada y fue perdiendo, de velada manera, el encanto y la magia de los países pertenecientes al Sur politico-ideológico y económico. La belleza y la riqueza del vocabulario callejero, auctóctono y castizo, se quedaron huerfanas de padre y madre en el momento en que el neoliberalismo anglosajón, violentó y contaminó el lenguaje de Cervantes con anglicismos y otras terminologías que preferiría no aprender.

Esta vez eramos dos los viajeros, que ansiosos esperaban la hora de partida, cargando en una mochila enormente grande para un periplo tan diminuto, las pocas pinchas y prendas de de vestir sepultadas caóticamente y de prisa, poniendo a lo mejor en evidencia las emboscadas del subconsciente, de las que nos hablaba Sigmundo el austríaco en su diván. Así como la “cabra tira p’al monte”, las raices culturales se llevan también en el codigo genético y la Madre Patria, aunque ramera y desinteresada por el verdadero futuro independiente de sus hijos, procreados durante la época de la colonia, sigue siendo, de una u otra forma, la cuna hispana de virtudes y defectos.

De esta manera, y siguiendo el llamado de la sangre, apertrechados con los recuerdos, emprendimos el viaje en un coche pequeño también de fabricación alemana y con la confianza puesta en el navegador fijamos el azimut. Nadie nos detuvo en la Junquera. Allí no había ningún alma disfrazada de funcionario de aduanas que nos exigiera visa ni pasaporte alguno. Los asaltos a mano desarmada del que habíamos sido víctimas en la autoruta francesa, nos recordaron los atracos a punta de metralleta, tan frecuentes en la carretera Panamericana que atraviesa la América Latina, con la diferencia que en los modernos peajes centroeuropeos los monederos se abren voluntariamente.

Estando ya en la rebelde y combativa Cataluña y contemplando los pertrechos militares, carcomidos por la humedad y mordisqueados por el diente implacable del tiempo, la guerra popular, eterna y prolongada se abrió como un telón ante mis ojos. En un rústico y artesanal museo privado de un coleccionista anónimo reposaba la muerte en su mortaja de misiles que no llegaron a explotar, granadas de fragmentación, ofensivas y defensivas, abandonadas en las trincheras, obuses inocuos y cantimploras, republicanas y nacionales, perforadas por las balas, que secas y sedientas quedaron a la orilla del caudaloso Ebro. De lo simple a lo complejo fuimos desentrañando historias y entre risas y lágrimas reprimidas, tal vez para no aguar la felicidad del reencuentro, comprendimos todos los allí presentes que no solamente nos unían las fibras del típico cáñamo de bahareque de un país pequeño, diminuto y tan del Sur que Gabriela, la chilena , con amor llamara un día el Pulgarcito de América, sino también y tal vez con mayor fuerza, nuestras ideas. Tres generaciones encontradas a las orillas del río : los « viejos », los más jóvenes y sus hijos.
Los políglotas mocosos hacían malabares con los idiomas maternos tal como Diego Rivera movía con maestría el pincel para concebir un mural revolucionario y Leo Trotski plasmaba con su pluma mágica la historia de la revolución de octubre. Tambíen ellos, los niños, abrieron sus inocentes ojos para ver el horror del pasado, fosilizado en las repisas y estantes. Mañana, cuando sean adultos, estoy seguro que recordarán la visita al Ebro y comprenderán su trascendencia histórica en la patria de su madre.

Cruzamos el puente y dejamos atrás las huellas del pasado, sin darnos cuentas que las heridas aún están sangrando y que no existe bálsamo alguno que aliviane las penas del alma. En la noche tocamos guitarra y bebimos vino tinto hasta que las luces del rey sol nos recordaron que el amanecer, aúnque lejos por las derrotas, todavía está por llegar.

Entonces, cansados de alegría y ebrios por el alcohol y del dolor vivido en el Ebro, nos fuimos a la cama no sin antes hacer un homenaje en silencio a los héroes y mártires que en su momento murieron por un mundo mejor y más justo, tanto en el Ebro y como en el Sumpúl; porque los que mueren por la vida, como lo cantara el venezolano Alí Primera, no pueden llamarse muertos.

!Gloria eterna a los revolucionarios caídos durante la guerra civil española y la revolución salvadoreña!

Roberto Herrera 17.08.2011

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