viernes, 19 de abril de 2013

La burguesía venezolana y la estrategia contrarrevolucionaria de la cacerola


Cuando Salvador Allende Gossens ganó las elecciones presidenciales el 4 de septiembre de 1970, lo hizo con un margen de votos bastante estrecho. Jorge Alessandri Rodríguez, candidato independiente de derecha, obtuvo 1.036.278 de los votos escrutados, mientras que el candidato de la Unidad Popular logró 1.075.616, es decir, treintainueve mil trecientos treintaiocho votos más.

En febrero de 1990 se celebraron elecciones presidenciales en Nicaragua en las cuales el proyecto histórico del Frente Sandinista para la liberación Nacional (FSLN) fue derrotado en las urnas por la coalición de centro-derecha “Unión Nacional Opositora” (UNO), presidida por Violeta Chamarro.

Tanto la Unidad Popular como el Frente Sandinista accedieron al poder estatal por vías de lucha diametralmente opuestas, los chilenos por medio de las urnas y los nicaragüenses a través de las armas. Ambos gobiernos populares sucumbieron ante la estrategia político-militar contrarrevolucionaria del imperialismo norteamericano en América Latina.

La historia de la derrota estratégica de la Unidad Popular y de la involución Sandinista, aunque ya relativamente lejanas, siguen siendo el paradigma político-militar contrarrevolucionario en Latinoamérica, que expresa de modo propio la capacidad de reacción de la clase social dominante, apoyada por la “pequeña burguesía”, la “clase media arribista” y por supuesto, por el gobierno de los Estados Unidos. Cuando la clase económica dominante ve peligrar su hegemonía político-económica se comporta como bestia herida, importándole un bledo el marco constitucional estipulado en la carta magna.

Las elecciones en el sistema democrático parlamentario son – en mayor o menor medida – un parámetro para medir el grado de respaldo o rechazo hacia una estrategia político-económica cualquiera, o bien, para cuantificar la indiferencia de una parte de la población frente a cuestiones relevantes que se debaten en la sociedad y que atañen a los derechos de la ciudadanía en general. En Venezuela, casi el ochenta por ciento de los ciudadanos con derecho a voto acudió a las urnas el pasado domingo 14 de abril para apoyar o rechazar el proyecto histórico del “Socialismo del siglo XXI”; poniendo en evidencia una vez más, el gran interés político-social de las venezolanas y venezolanos – 16 procesos electorales en 15 años – de participar en la democracia parlamentaria y reflejando así, diáfanamente, la polarización de la lucha de clases que se está librando en Venezuela. Todo lo contrario sucede en los Estados Unidos, ”paladín de la democracia representativa”, donde los niveles de participación ciudadana en las elecciones presidenciales dejan mucho que desear.

El margen estrecho de los resultados ha originado una coyuntura político-social que los enemigos de la revolución pretenden aprovechar para desestabilizar al gobierno y al proceso revolucionario. Su actuación es contradictoria, oportunista y truculenta.  Por un lado recurren a las leyes electorales y por otra parte, intentan subvertir el orden social y la paz ciudadana. Ambas tácticas no son más que un ardid politiquero y una clara provocación. La alta burguesía venezolana y la Casa Blanca saben perfectamente que perdieron las elecciones, pero quieren inducir al gobierno de Nicolás Maduro a cometer errores tácticos o estratégicos. Andan a la búsqueda de motivos para justificar el ansiado zarpazo.

Al no poder blandir los sables como lo hicieron los momios chilenos en 1973, la burguesía venezolana – con sus aliados – sacará sus cacerolas de teflón y gritará en las calles que la población se está muriendo de hambre.

El momento histórico que está viviendo el pueblo venezolano requiere de mucha sindéresis, juicio y cordura por parte de la dirigencia revolucionaria, a fin de contrarrestar la ofensiva de los sectores de la extrema derecha fascista.

Mucho guillo Venezuela, que la bestia cebada tiene sed de venganza y muerte. 

lunes, 1 de abril de 2013

El Papa Francisco, ¿la mejor baza pa’conciliar a pobres y a ricos?


A bote pronto, Jorge Mario Bergoglio tiene pinta de ser un hombre vigoroso, simpático y con buen humor, además de ser mediático y comunicativo, con lo cual, reuniría las condiciones mínimas para promocionar un producto viejo y venderlo como nuevo. Joseph Ratzinger, por el contrario, en sus presentaciones en público aparentaba ser una persona estresada, triste y cansina, a quien la risa le era ajena, al menos de cara al rebaño de ovejas. Parecía una versión moderna del monje español Jorge de Burgos en la novela de Umberto Eco, “En nombre de la Rosa”, para quien la facultad de reírse era pecado capital y quien, en lugar de irradiar calor y comprensión por la naturaleza humana, optó por incinerar toda la obra científica que explicaba el origen no divino del ser humano.

El Papa Francisco tiene a todas luces más “cancha” con la “hinchada” católica que su antecesor. Pero no nos equivoquemos, Jorge Mario Bergoglio nunca fue un Camilo Torres ni mucho menos un Monseñor Oscar Arnulfo Romero. Yo diría más bien que el nuevo Sumo Pontífice juega en el mismo equipo de Joseph Ratzinger. Ambos son defensores centrales de un equipo teológico añejo que aún mantiene la táctica del cerrojo – el catenaccio italiano –, cuya misión es la de mantener – a toda costa – el liderazgo de la Iglesia Católica en la liga de campeones del cristianismo mundial. Jorge Mario Bergoglio y Joseph Ratzinger son más parecidos que diferentes. Aunque Robert Zollitsch, el arzobispo de la ciudad alemana de Friburgo en Brisgovia y presidente de la Conferencia Episcopal Alemana, definiendo al nuevo Papa Francisco como un “hombre práctico”, se afana en marcar una sutil diferencia entre el Papa emérito, teórico y académico, y el Papa argentino, más campechano y menos colegial. Pero del comentario del prelado superior de la diócesis de Friburgo no debe inferirse ni la debilidad teórica del nuevo jefe de la Iglesia Católica ni la falta de experiencia práctica de Joseph Ratzinger.

Probablemente sólo se diferencian en la forma de comunicar el evangelio, la teología dogmática y la teología fundamental. El mensaje pastoral de Joseph Ratzinger, con su estilo catedrático y lenguaje científico no está dirigido a las grandes mayorías populares cristianas, sino que a un círculo de iluminados integrado en su mayoría por teólogos, filósofos y académicos. El Jesús de Nazaret de Joseph Ratzinger no es el hombre histórico, sino el Mesías, el hijo de Dios, es decir, el Cristo de la tradición eclesial, el Jesús que nunca se metió en política. Por el contrario, para los teólogos de la liberación, aquellos “curas rebeldes” latinoamericanos que recibieron el azote teológico de Ratzinger en su calidad de prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, el Jesús histórico es el revolucionario, es el hijo de Dios convertido en hombre, aquel que subió a la montaña y junto a sus discípulos arengó a la multitud allí reunida y tomó abiertamente partido por los pobres, por los hambrientos y sedientos de justicia. El sermón de la montaña representaría, desde esta perspectiva histórica, el manifiesto comunista, revolucionario y redentor de Jesús de Nazaret.

En América Latina vive la mitad de los más de mil millones de católicos que hay repartidos en el mundo, la mayoría de ellos en el Brasil. Jorge Mario Bergoglio conoce muy bien la idiosincrasia del católico latinoamericano y la injusticia socio-económica en que vive la mayoría de los hijos de Dios en la tierra. La experiencia revolucionaria de los últimos años en Latinoamérica no ha pasado desapercibida por el Vaticano. La curia está informada del resurgimiento de movimientos sociales populares independientes y de la consolidación de gobiernos populares de nuevo tipo elegidos democráticamente que no niegan por decreto la existencia de Dios y que por el contrario, afirman su vocación cristiana. A esto se une el desgaste político de partidos con trasfondo religioso como la democracia-cristiana y el movimiento social cristiano, que tuvieron su auge e importancia en América Latina en los años sesenta y setenta del siglo pasado y que actuaron como sedantes ideológicos en la lucha de clases. Un tácito ejemplo es la participación de la democracia-cristiana chilena en el golpe militar contra Salvador Allende. “La revolución en libertad” fue una bandera proselitista levantada por la democracia-cristiana latinoamericana como antítesis de la revolución socialista cubana.

Los procesos sociales que se están llevando a cabo en los últimos años en Latinoamérica y en especial en Ecuador, Bolivia y Venezuela, donde los “adecos”  y “copeyanos”[1] perdieron la hegemonía política, confirman lo que Joseph Ratzinger analizó en profundidad en su momento. Por esta razón, censuró severamente a los teólogos de la liberación que predicaban que la salvación cristiana no podía consumarse sin la redención económica, política, social e ideológica del hombre. Joseph Ratzinger advirtió siempre que la unión entre la exégesis de la teología de la liberación y el marxismo es en el “Tercer Mundo” una mezcla altamente explosiva y peligrosa. Y no se equivocó el entonces Cardenal Ratzinger con su análisis dialéctico. El jesuita Jorge Mario Bergoglio compartió el pensamiento de Ratzinger y en consecuencia, también reprobó y criticó a los “curas comunistas”. El caso de los jesuitas perseguidos durante la dictadura de Videla, a quienes Bergoglio negara protección, evidencia su posición con respecto a los “curas marxistas”.

La lucha de clases  es de manera sucinta la contradicción entre capital y trabajo, o expresado de manera cristiana, entre ricos y pobres. La Iglesia Católica Apostólica y Romana a lo largo de los siglos hasta nuestros días ha ocupado siempre un lugar privilegiado en la cabecera de la mesa de los reyes, emperadores y gobernantes con el agravante de haber defendido siempre, con la cruz y el rosario, los intereses económicos de los poderosos.

¿Por qué tendría que ser distinto en el siglo XXI?

Porque la Iglesia Católica de hoy es un barco que hace aguas por todos lados y los problemas que afronta son muy diferentes a los del pasado. Porque la rigidez granítica de su catequesis le impide reaccionar con rapidez y de manera adecuada a las exigencias del vertiginoso mundo moderno. Porque el pueblo creyente ha ido perdiendo la fe en la institución “Iglesia” y muchos de los feligreses buscan alternativas espirituales en su comunión con Dios en otras comunidades religiosas. Porque la gente pobre y sin recursos, tarde o temprano llega a la conclusión de que no solamente de la palabra del Señor vive el hombre. Porque los escándalos sexuales, los casos de pedofilia y la corrupción en la curia han erosionado gravemente la ética-moral y la credibilidad de la Iglesia Católica. Y por último, porque allí están las revoluciones sociales en Latinoamérica avanzando con viento en popa y a toda vela, resolviendo los problemas existenciales de las grandes mayorías populares, dándole pan, casa, salud y escuela al que no tiene, pero no por misericordia, sino porque es el legítimo derecho del pueblo.

Y es aquí, en la segunda mitad del partido, donde el Papa Francisco entra a sustituir a su compañero de equipo, el alemán de Baviera. Todo parece indicar que el Vaticano, con la elección del Cardenal argentino, pretende enfrentar la crisis estructural de la Iglesia, revertir el proceso de enajenación espiritual que experimentan las sociedades de los países altamente desarrollados y contrarrestar la lucha de clases en los países del tercer mundo.

El tiempo dirá, sí el Papa Francisco fue la mejor baza del Vaticano pa’conciliar a pobres y a ricos.


[1] Adecos: Adeptos del partido Acción Democrática; Copeyanos: Adeptos del partido social-cristiano