lunes, 19 de enero de 2015

Matar en nombre de Dios es una aberración

Definitivamente, el Papa Francisco es la hostia. Siendo yo todavía un “pollito” que piaba solamente cuando quería papa, gobernó en el Vaticano el Papa Pío XII, un pontífice muy controvertido, según los historiadores, quien era un ferviente anticomunista y además no se pronunció públicamente condenando el exterminio de 6 millones de judíos durante la Shoah. Después de su muerte en 1954, un año más tarde que la de José Stalin, el Papa Juan XXIII, llamado el Papa “Bueno” por el pueblo italiano creyente, ocupó la silla gestatoria. Este adjetivo calificativo implica la existencia en el pasado de algún “Papa malo”. La obra monumental del alemán Karlheinz Deschner “Historia criminal del cristianismo” revela los capítulos más negros en la historia de la Iglesia Católica Apostólica y Romana.

Me crecieron las plumas, el pico y todo aquello que se desarrolla con la edad, y, en el Vaticano ya habían dejado de reinar los Píos, aunque los pillos en sotana continuaron circulando libremente en los oscuros pasillos de la Santa Sede. Llegó entonces Pablo VI a llenar la vacante en Castel Gandolfo dejada por Juan XXIII. La muerte de Pablo VI en 1978 la viví más conscientemente y aunque nunca fui pío, cada vez que entraba en la cocina, la foto del Sumo Pontífice me recordaba mis travesuras de adolescente.

Juan Pablo I, el sucesor de Pablo VI, ni siquiera llegó a decir pío en el Vaticano. Su repentina muerte dio pie a teorías conspirativas y especulaciones sobre luchas de poder palaciegas tan o más antiguas que las ocurridas durante la dinastía de los Borjas.

A finales de la década del 70 del siglo pasado, el bloque comunista era un barco a la deriva que lentamente hacía aguas por todos lados. Después de largos años de agitación tras bastidores y de limitarse a decir pío, pío, el Vaticano saca por fin un verdadero “gallo de pelea” con espolones afilados al palenque político.

La elección de Karol Wojtyla como el nuevo regente en el Vaticano, tras la “extraña” muerte de Juan Pablo I, puede considerarse, a la luz de los hechos históricos en los últimos veinticinco años, como un acto providencial, una insólita coincidencia o una estrategia político-religiosa de la alta jerarquía eclesiástica. En 1980 surge en Polonia el movimiento obrero Solidarność (Solidaridad) que goza del apoyo del Vaticano y en especial del Papa polaco.

Wojtyla, el más mariano de todos los Papas contemporáneos, llevó la cruz a todos los rincones del mundo ─ hasta quedar mareado ─ en su “Papamovil”, vehículo que sustituyó la silla gestatoria. Pero el Papa no solamente cargó “a cuestas” el símbolo más pesado del cristianismo, sino también el mensaje político-ideológico que “el comunismo y el islamismo” amenazaban los valores cristianos. Evangelizando como otrora lo hiciera el apóstol Pablo, el Papa Juan Pablo II llega a Managua/Nicaragua el 4 de marzo de 1983. En el aeropuerto internacional Augusto César Sandino se dio un hecho muy simbólico e importante desde el punto de vista político-ideológico: El Papa Juan Pablo II le negó el saludo al Ministro de Cultura, Ernesto Cardenal, quien arrodillado extendió sus manos al sumo Pontífice. Esa amonestación pública estaba dirigida no solo al cura-poeta y revolucionario de Solentiname, sino a todos los “sacerdotes revolucionarios” seguidores de la teoría de la liberación en América Latina. ¿Qué pecado habían cometido estos curas revolucionarios para merecer tanto desaire?

Tomando en cuenta que América Latina ha sido siempre considerada por la Santa Sede como la retaguardia estratégica del cristianismo, es inadmisible y hasta chocante, que la alta jerarquía eclesiástica vaticana nunca condenó públicamente los crímenes, asesinatos y violaciones de los derechos humanos durante la época de las dictaduras militares en Centro-y Suramérica.

A Wojtyla lo sucedió otro “gallo de pelea”, ducho en las lides teológicas y filosóficas: Su antiguo amigo y confidente, el teólogo-filósofo alemán Joseph Ratzinger. Como ex director de la Congregación de la Doctrina de la Fe del Vaticano ─ versión moderna de la Santa Inquisición ─ Joseph Ratzinger estaba al tanto de la labor político-religiosa de los seguidores de la Teoría de la Liberación en Latinoamérica y sobretodo, consciente del peligro real que representaba la amalgama de la teoría marxista con la teología de la liberación del vasco-salvadoreño Jon Sobrino, el peruano Gustavo Gutiérrez y otros más. Así llegamos a Francisco, el Papa argentino, repartidor de hostias y obleas, quien hace un par de días declaró públicamente que: "Si alguien insulta a mi madre puede llevarse un puñetazo". Francisco tiene toda la razón, todo tiene su límite.

El Papa marcó bien la línea divisoria entre el uso y el abuso de la libertad, sin recurrir a la “moralina” religiosa que se esfuma rápidamente como la espuma del aerosol utilizada en el recién pasado mundial de fútbol, sino con firmes argumentos de carácter humanista: "Matar en nombre de Dios es una aberración", pero "la libertad de expresión" no da derecho a "insultar" la religión del prójimo”.

Lástima que en la época de la conquista española no hubo ningún clérigo ni pontífice de peso que condenara públicamente las matanzas de indígenas cometidas en el “Nuevo Mundo” y en consecuencia, las prohibiera. Según las crónicas del Fray Bartolomé de las Casas, los españoles habrían matado 4 millones de indios solo en el Perú en el transcurso de diez años.

Efectivamente, matar en nombre de Dios, es una aberración en cualquier parte del mundo y en cualquier época. 

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