lunes, 16 de noviembre de 2015

Memorias de un viajero de estos tiempos

 

Memorias de un viajero de estos  tiempos

“Ay hijo, ¿sabes, sabes de dónde vienes?” El hijo, Los versos del Capitán. P.Neruda

No era la primera vez que perdía el tren de las 6 y 45  en dirección a Karlsruhe, –la siguiente estación importante después de Mannheim–, y aunque siempre le causaba desagrado ver al tren moviendo la cola, como si se burlara de él, ya se había acostumbrado a tales eventualidades. No obstante, cada vez que perdía una conexión, lanzaba improperios y maldiciones contra la compañía federal de ferrocarriles, y si bien este comportamiento irracional no solucionaba su problema, al menos le servía de válvula de escape.  Daniel aguardó pacientemente en el andén número tres la llegada del próximo tren rápido InterCity Express, conocido popularmente por sus siglas ICE.

Era noviembre de 1997 y el otoño ya se había anunciado bruscamente, presagiando bajas temperaturas. La ciudad de Mannheim, más gélida que de costumbre en esa época del año,  vestía  el típico traje gris de las ciudades alemanas reconstruidas después de la segunda guerra mundial. A la vera del río Rin, Mannheim, muy lejos de ser una urbe cosmopolita como Nueva York, se conformaba con tener de vecina, al otro lado del río, a la ciudad más grande en la región del Palatinado,  Ludwigshafen,  cuna  del canciller alemán de turno, Helmut Kohl, apodado “La Pera” (Die Birne) por la forma oblonga de su cabeza, famosa además por ser la sede central de BASF, uno de los consorcios químicos más grandes del mundo.  A pesar que la comparación que hacía Daniel de las ciudades era bastante “tirada de las mechas”, él no podía  dejar de pensar en New York y New Jersey cada vez que cruzaba el río, es decir, diez veces por semana.

El siguiente tren llegó puntual y Daniel se apresuró a encontrar un asiento que estuviera libre, guardando además la esperanza que fuera uno a su gusto.  La estación ferroviaria de Mannheim era un nudo importante en la red de trenes federales. Por ahí pasaba todo el transporte de mercancías y de pasajeros de norte a sur y viceversa. Encontrar un puesto libre era cuestión de suerte y tener la opción de elegir la mejor posición era como sacarse el “gordo” en la lotería. Esta vez la fortuna lo acompañó e inmediatamente  ubicó una butaca individual al lado derecho, en el sentido de la marcha de la locomotora. Colocó su mochila 4-You color negro en el portamaletas de manera tal que el colgante  –un osito polar– se movía en el aire al vaivén del  ICE. Sacó de ella “Der Spiegel” –la revista semanal más importante de Alemania y la de mayor tiraje en toda Europa– reanudando la lectura del artículo referente a la contaminación del Rin y a la salinización de las aguas subterráneas a lo largo de la cuenca del río. Según los especialistas, la salinización había alcanzado en ciertos lugares  ubicados entre Fessenheim, Buggingen, Heitersheim y Breisach valores altos y comparables a los del mar. La industria química suiza, francesa y alemana ubicada en el alto Rin tenía la máxima responsabilidad en este desequilibrio medioambiental, pero estas compañías hacían mutis por el foro y no les preocupaba que el segundo río más largo de Alemania, pero el primero en importancia, perdiera constantemente su contenido de oxígeno debido al recalentamiento de las aguas y por lo tanto, facilitara  el aumento exponencial de desperdicios. Las consecuencias directas eran la proliferación de productos putrefactos, la mortalidad de los peces y el mal olor del agua. Una pestilencia parecida al de un inodoro de estación de metro desatendido se respiraba en algunos lugares cercanos a las numerosas plantas atómicas ubicadas a lo largo del caudaloso río, en cuyo fondo los enanos Nibelungos, según cuenta la leyenda, escondían el oro robado a las ninfas.

Daniel detuvo por un momento la lectura al percatarse que un viajero de avanzada edad tenía clavada su mirada en él,  no con carácter agresivo ni acosador sino más bien expresando interés por su persona.  Al percibir repetidamente la mirada taladrante, Daniel prestó más atención y puso en práctica  el método de “chequeo-contra chequeo” utilizado por los espías en las películas de Hollywood. Así ubicó la posición del personaje sospechoso y comprobó que éste viajaba solo. Al regresar de una de sus visitas al lavabo, el pasajero en cuestión se detuvo frente al osito polar  y  exclamó sin remilgos:
– ¡Así que usted viaja a Berna!  
– No, viajo a Friburgo –contestó Daniel amablemente.
– Pensé que viajaba a Berna –dijo echándole una mirada de soslayo a “Volodia”, la mascota polar soviética.
– El oso de Berna es diferente –ripostó Daniel sorprendido y pensando: ¡Un oso polar en Berna, a lo sumo en el zoológico!
– Claro, los osos de Berna son pardos –comentó socarronamente el anciano y preguntó sin prestar mayor atención a la “supuesta” equivocación sobre los plantígrados: ¿Sabe usted qué cosa tienen en común las ciudades de Berna y Friburgo, aparte del idioma?
Era evidente que el hombre quería entrar en conversación con Daniel a como diera lugar y éste le abrió las puertas. 

Daniel meditó  un instante, pero no encontró, así a la rápida, una respuesta convincente. Conocía Berna y muchas veces había estado allí,  como representante del movimiento revolucionario salvadoreño,  en la década de los setenta del siglo pasado y le pareció que no había nada en común entre las dos ciudades.  De manera resoluta y convencido que había gato encerrado en la pregunta, contestó con decisión:
– ¡No tengo la menor idea! –admitió Daniel.
– La casa de los Zähringer –respondió escuetamente el octogenario.
Así se enteró Daniel, que varias ciudades de Suiza, entre ellas Berna, Friburgo, Thun y Rheinfelden también habían sido fundadas por la misma dinastía que había erigido en el año 1120 la ciudad de Friburgo de Brisgovia, “capital” de la Selva Negra.
– ¿Hacia dónde se dirige usted? –preguntó Daniel, cambiando de tema.
– A Basilea –respondió–, añadiendo una nueva pregunta. ¿Algo interesante en el “Der Spiegel”?

La conversación era evidentemente asimétrica tanto por los contenidos, como corporalmente, puesto que  Daniel continuaba sentado en su asiento y el viajero se mantenía en pie e inclinado hacia él.

– Si no tiene inconveniente podemos viajar juntos –propuso Daniel–, al percibir el hambre  comunicativa de aquel enigmático pasajero. Así podemos charlar tranquilos –añadió sugerente.  
Ni corto ni perezoso, el viejo aceptó gustoso la propuesta.
– ¿De dónde viene usted? –avanzó el longevo careador lanzando una nueva pregunta a boca de jarro.
 Daniel que esperaba esa pregunta en cualquier momento, contestó expedito:
– ¡De América Latina!
– ¿De qué parte?

Aunque el diálogo alcanzaba connotaciones inquisitorias, Daniel no se alteró ni le incomodó tanta pregunta, puesto que no era la primera vez que vivía esa situación. En más de alguna ocasión había invertido el sentido de la comunicación, transformando esos “sondeos” en juegos de acertijo, convirtiendo así al “interrogador” en adivinador. Pero esta vez, captó un deje extraño en la conversación y permitió que las cosas siguieran su rumbo.

– Nací en Caracas –mintió Daniel, arriesgando a enfrentarse a más preguntas y parecer un simio en una cátedra de filosofía.  
– Pero, ¿de dónde viene usted realmente? –insistió el indagador, apretando más la cuerda de la caña de pescar. 

Frente a esa pregunta, Daniel sintió una leve incomodidad al no comprender, por qué él utilizaba el adverbio “realmente” y tuvo la fugaz fantasía que el anciano había adivinado que él había nacido realmente a 2500 kilómetros de Caracas, en la capital de El Salvador.  Y los recuerdos de su familia materna brotaron nítidamente, invadiendo el  presente, como si viajara en tren al pasado y se encontrara en la plaza del pueblo donde nació su madre, el lugar donde sus abuelos –que nunca conoció–, poseían fincas con árboles frutales, plantas de café y ganado vacuno. Nunca supo a ciencia cierta ni tampoco se preocupó de averiguar cuáles eran las raíces verdaderas de sus abuelos y bisabuelos. En la familia se habló muy poco de ellos y Daniel y sus hermanas estaban demasiado pequeños para interesarse por el árbol genealógico de sus antepasados. Lo único que él sabía con certeza es que habían sido emigrantes españoles, por parte  de su abuela y por   parte del abuelo, de origen francés o viceversa. Pero daba igual, para los fines prácticos, él había nacido en San Salvador y punto. Daniel, sintiéndose en esos momentos un viajero de estos tiempos que regresa al pasado a buscar raíces desconocidas, comprendió el trasfondo y la dimensión de la pregunta  de su interlocutor.

– Bueno, tengo entendido que mi familia materna tiene sus orígenes en España –respondió ante la insistencia del caballero.
– ¡Ya me lo suponía! –exclamó victorioso el interrogador como si hubiera ganado una apuesta. ¡Usted es un marrano! –sentenció en seco.
Al sibilino y amable preguntón solo le faltó exclamar eureka, para completar el sentimiento que supuestamente experimentó Arquímedes cuando descubrió que  el volumen del líquido  desalojado en un recipiente, es igual al volumen del cuerpo sumergido.
Daniel, por falta de cultura general, no entendió el término “marrano” en el contexto que el señor lo estaba utilizando. Él conocía la mayoría de los sinónimos de marrano desde México hasta la Patagonia, y al intuir que su interlocutor le daba otra connotación a la expresión, guardó silencio para no delatar su falta de conocimientos.
– Usted es judío sefardí –explicó–, dándose cuenta que la sorpresa había invadido el semblante de  Daniel. Los “marranos” eran los judíos conversos al cristianismo en la España medieval, una expresión peyorativa en aquellos tiempos –precisó. Sefarad  es el nombre con el que los judíos se referían  a la península Ibérica. Sefardí significa idioma español en hebreo, de allí que los sefardíes son los judíos de habla ladina –concluyó satisfecho su ponencia.
– ¡Me pilló chanchito el viejito! –pensó Daniel. ¿Cómo puede usted afirmar eso? ¿Lo dice usted seriamente? –preguntó Daniel ahora interesado en conocer los detalles.
– Porque conozco bien esa cultura y a su gente –comentó con la soberanía académica característica de los especialistas en una rama cualquiera de la ciencia, el arte o la cultura, pero sin la arrogancia de los “Fachidioten” [sabios ignorantes].
– Bien, cuénteme en qué se basa….

Daniel no tuvo tiempo de terminar la frase ni de preguntarle si él mismo era judío, pues las palabras del inescrutable caballero comenzaron a fluir como un torrente inagotable de conocimientos acerca de la historia y de la cultura de los judíos españoles. La cátedra  hizo  vibrar una cuerda misteriosa y oculta en su corazón.

– Pensé que usted es judío sefardí desde el primer momento en que usted fijó su mirada en la mía  –terminó diciendo el abuelo con el hablar cansino de los hombres de su edad.
Momentos después la conversación se volvió más amena y familiar. Daniel  se sinceró con el anónimo personaje, que bien podría haber sido su padre y le contó  lo poco  que sabía de sus antepasados y de la circuncisión a que había sido sometido siendo un recién nacido, un rito inusual en la cultura cristiana e hispanoamericana. Con este pequeño detalle, el arcano caballero vio confirmada la teoría que tejió en el mismo instante en que entrelazó sus ojos con los de Daniel.

– ¿Tiene todavía dudas? –preguntó lacónicamente dejando entrever en la comisura de sus labios una sonrisa que  delataba su satisfacción.

La voz del empleado de ferrocarriles anunciando que en breves minutos el tren llegaría a la estación central de la ciudad de Friburgo interrumpió la conversación. El caballero extrajo del bolsillo de su saco una tarjeta de presentación de color blanco y se la entregó: Prof. Dr. Gerold Walser, Kl…strasse 2…, CH-4054 Basel; Telephon: 061/28…–leyó Daniel.
– Visíteme en Basilea –invitó amigablemente después de la despedida.

Daniel guardó la tarjeta en su libreta de direcciones y aunque no se olvidó de la historia relatada ni de aquel hombre misterioso  que había abierto una ventana cerrada en su vida, dejó que el tiempo se devorara así mismo, sin volver a tomar la tarjeta de presentación en sus manos. Ahí yació dormida  durante varios años entre papeles y direcciones de vivos y muertos, de amigos queridos y mal queridos,  de conocidos, desconocidos y olvidados.

Daniel se encontraba empecinado en escribir una nota periodística relacionada con la corrupción en el mundo, pero  Calíope lo había abandonado y mientras esperaba a que llegara la inspiración, se puso a  hojear la obra aristotélica “Moral, a Nicómaco”. Sin embargo, la musa caprichosa brilló por su ausencia, y en su lugar apareció su mujer cual hada bailarina, solicitándole con voz de Cirse la dirección  de Laura, una buena y querida amiga en común. Sacó la destartalada libreta verde de direcciones del cajón del escritorio y por los aires voló la vieja tarjeta de presentación  del Profesor Gerold Walser en manos de una sílfide invisible hasta posarse en el teclado de la computadora. Tuvieron que transcurrir  18 años, para que aquel encuentro fortuito en el tren de velocidad,  floreciera como una siempreviva.

Daniel agradeció a los tiempos modernos y a la tecnología cibernética y tecleó el nombre en el buscador google que en cuestión de segundos mostró la biografía del enigmático anciano, quien lo condujera por senderos inéditos aquella tarde de otoño de 1997. Pinchó en uno de los enlaces y leyó:
“El 3 de julio del año 2000 murió en Basilea el Prof. Dr. Gerold Walser a la edad de 83 años, historiador antiguo y epigrafista, doctor honoris causa de la Universidad Albert-Ludwig de Friburgo de Brisgovia. El profesor Walser se distinguió por su dedicación  en la reconstrucción de la facultad de historia antigua durante el período de la posguerra. Después de su habilitación como catedrático en la universidad de Berna, el Prof.Dr. Gerold Walser volvió a ejercer la docencia en Friburgo.”

Daniel se sintió profundamente conmovido al comprobar que todo aquello que el buen hombre le había relatado acerca de las alfombras iraníes, de su esposa recién fallecida y de sus viajes por el mundo, había sido cierto y avergonzado por haber desconfiado del Profesor por unos instantes durante la travesía en tren. Sólo una cosa se guardó para sí el gentil estudioso y sabio suizo: Su primera esposa, Brigitte Walser-Freundenberg era descendiente, por parte materna, de una familia ortodoxa judía.

Esa noche le costó reconciliar el sueño y al día siguiente, tuvo la necesidad imperiosa de visitar  la universidad, pues le pareció el  lugar más indicado para encontrarse con el  espíritu del Profesor Dr. Gerold Walser.  Tal vez lo vería releyendo uno de los 3000 libros de su biblioteca particular que ahora vivía  en los estantes del departamento de ciencias sociales.  Ahí, frente a los espejos de la moderna biblioteca universitaria recién inaugurada, que reflejaban los rayos del sol en el día de otoño más caluroso en la historia climática de Alemania,   Daniel sintió por unos segundos la mirada afable y cálida del Profesor  hincada en la suya y le pareció que le sonreía disculpándose por haberle ocultado su propia cercanía con el judaísmo asquenazí. Se  despidió de él, no sin antes darle las gracias por las lecciones de historia gratuitas recibidas en el  InterCityExpress  y por haber iluminado el sendero oculto de sus raíces ancestrales. 

1 comentario:

  1. Me gusto mucho tu relato Roberto. La mayoria de los latinoamericanos ignoramos nuestro origen. La procedencia de nuestros antepasados concretamente aunque sepamos que tenemos tres raices: la europea, la indigena y la africana y en cuarto lugar la asiatica. En mi caso, recien me interesa el tema en lo concreto. Como decís, antes, hubo otros asuntos que atender y ahora que tenemos cierta tranquilidad podemos preguntarnos ciertas cosas, fundamentales para nuestra identidad.

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